La Responsabilidad Social Corporativa, tal y como la conocemos actualmente, es un concepto relativamente reciente que se menciona por primera vez en Social Responsibilities of the Businessman (1953) de Howard Bowen. Lo que planteaba Bowen es que si las empresas provocan un impacto directo en la sociedad, es su deber implantar políticas que reviertan en esa comunidad de manera positiva.
Las primeras iniciativas de este tipo impulsaban, fundamentalmente, la educación —algunas de las universidades privadas más prestigiosas de estados unidos nacieron gracias a las aportaciones económicas de empresarios muy destacados— y la cultura, y pocas veces tenían en cuenta el entorno local más inmediato. En cualquier caso, se trataba de una labor filantrópica que economistas de gran prestigio como Milton Friedman (Premio Nobel de Economía en 1976) tacharon de irresponsabilidad: para él las empresas tenían que estar centradas única y exclusivamente en la generación de riqueza.
Desde esos primeros pasos, el concepto ha ido ampliándose y adquiriendo matices hasta anclarse en un punto de equilibrio: el interés de una empresa debe ser la obtención de beneficios, tanto económicos como sociales, pues estos últimos también impactarán positivamente en el negocio.
El interés de una empresa debe ser la obtención de beneficios, tanto económicos como sociales, pues estos últimos también impactarán positivamente en el negocio.
¿Responsabilidad o propósito?
Si bien la RSC —entendida como un tipo de gestión empresarial vinculada a tres grandes áreas (la económica, la social y la medioambiental)—, lleva décadas llenando conversaciones y páginas salmón, el propósito es un insight relativamente nuevo. Va más allá porque conecta a la empresa con su verdadera razón de existir y, aunque puede parecer un atributo de imagen —y nada más—, tiene un alcance más ambicioso e íntimo. De esa manera, los consumidores ya no solo exigimos que las compañías inviertan parte de sus ganancias en la sociedad, sino que demandamos coherencia y compromiso para con ella. ¿Todo ello fortalece la reputación? Claro. ¿La imagen corporativa? Por supuesto. Pero también el negocio. Un buen ejemplo es Unilever, que asegura que sus marcas con propósito (Dove, Knorr o Hellmann’s) crecen un 69% más que sus marcas tradicionales y representan el 75% de su rentabilidad actual.
De opción a obligación
Consecuencia de este nuevo mindset se deriva un cambio en el nivel de implicación de las empresas con sus entornos y en la puesta en marcha de cualquier iniciativa de carácter social o ético. Y es que lo que antes era una opción que diferenciaba positivamente a las empresas, hoy es la norma. Un 85% de las compañías españolas afirman que ya trabajan los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y siete de cada 10 corporaciones del IBEX 35 cuentan con objetivos de reducción de emisiones de carbono. El impacto social ha entrado en la agenda empresarial y el mundo inversor empieza a prestar especial atención a cómo —y cuánto— estas iniciativas afectan a los modelos de negocio.
Y así entramos en el meollo de la cuestión: si la sostenibilidad es sinónimo de negocio, hay que medirla. La pregunta es ¿cómo?
Así se mide hoy el impacto social
Aunque las metodologías de medición de impacto social se encuentran aún en una fase muy incipiente y no existe todavía un modelo de medición estándar, sí se están aplicando ya diferentes modelos que arrojan resultados. Veamos algunos.
Unilever asegura que sus marcas con propósito crecen un 69% más que sus marcas tradicionales y representan el 75% de su rentabilidad actual.
Aunque las metodologías de medición de impacto social se encuentran aún en una fase muy incipiente y no existe aún un modelo de medición estándar, se están aplicando ya diferentes modelos que arrojan resultados.
El mercado ya ofrece opciones y se trabaja activamente en sofisticar las existentes y en generar otras nuevas. Siendo así, es momento de interiorizar que la innovación sostenible debe estar presente en las empresas, independientemente de su tamaño, recorrido o envergadura.
La tendencia es clara: aquellas corporaciones que apuestan por alinearse con los ODS ya no son un rara avis sino que avanzan hoy por la senda más transitada. Porque su compromiso social se traduce en imagen y reputación pero también en beneficio económico —y los inversores lo saben—. De esta manera, quien elija desoír la que indudablemente es la inclinación mayoritaria, estará poniendo en riesgo su supervivencia a largo e incluso medio plazo. No lo decimos nosotros, lo dice la sociedad que, en última instancia, es quien decide. Escuchémosla.